La arena del Forjador dibujó una a una las piedras de aquella calle, en una ciudad cualquiera, sus aceras y los puestos a ambos lados donde se vendían legumbres, frutas o especias. Y a la multitud con la que se cruzaban, al caminar con paso tranquilo agarrados de la mano. También su boca, la cual cinceló con loable dedicación. Sin embargo nada comparable a sus besos, culpables y cómplices de esa sensación tan provocadora al hacer algo prohibido.
Más allá de su reino la sangre bramaba con denuedo, la ignoraba como si no se tratara más que de una simple voz etérea en la buhardilla de sus pensamientos. Tan fatuo como para considerarse capaz de doblegar a su voluntad esos tambores.
Una luna más tarde, la arena bosquejó el olvido. Un lienzo de acuarela diluido con la primera luz.
Desoía el atabal de su sangre, ignoraba la zozobra que lo devoraba por dentro. Consideraba ambas sacrificio suficiente.
No pasó un heptacordo y sombreó a carboncillo un pijama azul de color apagado. Un abrazo cálido, y su rostro enterrado entre sus manos.
Ahí comprendió lo inútil que había sido no darle nombre. O arrebatárselo si lo pensaba. Y como un muro que ha contenido el agua demasiado tiempo se rompió en mil pedazos, desbordado por la rabia de veintiocho lágrimas de fuego.
Y la sueña de nuevo. Dormidos, abrazado a ella, acariciando su piel desnuda.
Ya en su ausencia. Con la sangre en una balsa, salpicada por las mismas lágrimas y el mismo fuego. Tras haberla apartado. Asomado a la memoria de un camino de tinieblas casi sin transitar por donde quiso ir hasta ella.
Y luego se desmoronó en su mano.
Sólo era polvo...
Arena...
Una arena brillante, multicolor, que cayó con el viento helado del fin del mundo.
-Un juego de ti, capítulo V-